Una meritocracia es un sistema cuya columna vertebral es el mérito; un escenario donde se integran el talento con el esfuerzo individual y donde se valora la educación, la competencia o las aptitudes requeridas para llevar a cabo un desempeño superior. En teoría, este sistema permite crear una sociedad más justa, donde los logros de cada cual se deben al mérito y no a otros motivos como apellidos, riquezas, afiliaciones políticas o cualquier otra ajena al talento.
En un sistema tal, se asegura la eficiencia y el buen desempeño al escoger a los mejores en su área de trabajo. Es garantía de éxito cuando rige en el sector privado y aplicado al área de la gestión gubernamental, por ejemplo, asegura el mejor servicio a la ciudadanía por parte de las instituciones públicas.
Pero, en un escenario tan criollo como el nuestro, donde el peso lo tienen las conexiones personales, el amiguismo y los favores; la meritocracia es otra utopía más, entre tantas pendientes en Latinoamérica.
Por ello, para nadie resulta una sorpresa escuchar a una figura política reclamar su “derecho” a ocupar cualquier posición dentro de la maquinaria estatal alegando cómo única razón la cantidad de años que lleva en el puesto político. Tan absurdo resulta como pensar que, en la empresa privada, alguien ha de ser nombrado gerente sólo por ser el empleado de mayor antigüedad dentro de la misma.
Circunstancias tan lamentables cómo la mencionada, invitan al ciudadano a valorar el poder que le confiere su voto a la hora de escoger a quien le represente. Y también la obligación de afinar sus criterios y simpatías para ejercer tan delicada responsabilidad.
Los grandes cerebros- anotaba José Ingenieros- suben por la senda exclusiva del mérito o no suben por ninguna.
Claro que para muchos que pululan por el vergel político nacional, la frase no aplica y carece de todo valor y sentido.