Cuando al reconocido neurocientífico y profesor de la Universidad norteamericana de Duke, Miguel Nicolelis, le piden describir la situación de su natal Brasil, responde que es como Chernóbil o Fukushima: “un reactor nuclear, pero uno biológico, que está fuera de control en una reacción en cadena”.
Así de desastrosa se percibe la situación de la pandemia dentro del gigante “verdeamarelo”. Nunca antes la demagogia resultó tan peligrosa y sus consecuencias de tales dimensiones como en aquel país sudamericano.
El presidente brasileño se negó a reconocer la gravedad de la situación desde que iniciara la crisis mundial del covid-19. Criticó el cierre de las escuelas y comercios que se dieron en algunas partes del país, se opuso al uso de las mascarillas y de cualquier medida de aislamiento social. Comparó a la enfermedad con un simple resfriadito o gripecita.
El gobierno brasileño, en opinión de los expertos locales, no diseñó una estrategia ni tomó iniciativas que buscaran combatir a la pandemia. Aún en el asunto de las vacunas la demagogia impuso su marca: sólo un porcentaje insignificante de su población de más de 200 millones de personas ha sido inoculada y de ese minúsculo grupo únicamente la mitad ha recibido la segunda dosis.
Los resultados hoy saltan a la vista: la covid-19 ha dejado una estela de 13 millones de infectados y más de 350 mil muertos; a pesar de la voluminosa evidencia de que este nuevo coronavirus no mata a niños pequeños, según cifras oficiales en Brasil han fallecido 800 menores de edad por esa enfermedad.
Y, por si no bastara con todo lo señalado, en el país circulan 92 variantes del virus. Brasil se ha convertido en un semillero de variantes que amenazan al mundo.
Con un sistema hospitalario al borde del colapso, con escasez de suministro de oxígeno y sedantes en varios estados y unidades de cuidados intensivos con ocupación próxima al 100 por ciento, Brasil es una bomba biológica cuya inminente explosión pone en riesgo a todos sus vecinos y al resto del globo.