No conocí el tren de Söller, del que nos habla en Cartas de Europa, Camilo José de Cela Conde y cuyo escrito fue publicado en el suplemento Mosaico de La Prensa el 16 de junio de 2002. Ese tren une a la ciudad de Palma de Mallorca con Söller, un pueblo de la misma isla; en cambio sí llegué a conocer y viajé en el tren El Talgo cuando en un día otoñal del año 1992 hice la travesía de Madrid a Barcelona en compañía de mi esposo.
La experiencia fue maravillosa porque a lo largo de ese viaje pude conocer pueblos y ciudades que para nosotros los panameños sólo los teníamos registrados en nuestros recuerdos literarios.
Los campos españoles con esa dura y desértica naturaleza en ocasiones me hicieron admirar sus árboles plomizos de olivos con sus artísticas formas, a los toros de lidia, miuras, que pastaban en verdes llanuras y los sembradíos de manzanos y albaricoqueros nombrados por Azorín en su obra Tiempos y Cosas.
Las casas de techo de pizarra también fueron otra novedad, porque sólo sabía del uso de esa piedra cuando en tableros grises de ese material escribía con tiza blanca mis primeras letras. Hoy, sin embargo, en mi terruño chiricano he visto una sola residencia con techo de pizarra, supongo que debe ser de un español.
El tren no sólo es un medio de locomoción, sino que él deja en nuestros corazones nostálgicas añoranzas. Su existencia se convierte para los pueblos en una campiña espiritual. Es parte de la idiosincrasia de todos los lugares por donde pasa, Una cosa es la vida antes y después del tren. Con su existencia evitamos muchas deforestaciones que sí ocasionan las carreteras y autopistas. Su caminar no es enemigo de la naturaleza, por el contrario, aminora el abuso de los gases contaminantes que producen los automóviles.
Cuando el escritor Cela Conde nos envió el mensaje de la próxima desaparición del tren de Söller me sentí identificada con todas sus opiniones porque en mi país sufrimos al igual que en España esos desafueros.
En el lstmo de Panamá sin consultar con nadie y a sabiendas de que todos amábamos el tren de Chiriquí y de que el viejo tren de Panamá a Colón cumplía una misión y por qué no decirlo, de que nuestro trencito, el tranvía, era de gran utilidad en la ciudad capital, los eliminaron inmisericordemente. No supe de sus agonías para poder evitarlo, porque sus desapariciones fueron calladas, diría yo, por arte de magia, tal vez por razones políticas, económicas o simplemente por egoísmos o falta de visión ciudadana. Hoy sólo queda en mi provincia un pequeño vagón en Boquete, que ya nadie vuelve a ver, ni los turistas, una locomotora colocada en las instalaciones de la Feria de San José de David que solamente la visitan una vez al año en cada feria, y tres vagones, dos pequeños y uno más grande que reposan en la estación de Progreso. Todos con sus vetustas arrugas esperan el aliento vivificante de los nuevos motoristas y viajeros.
He visto además algunos rieles que están en cercas de haciendas. Son malas herencias o reliquias propias de museos y no de casas particulares.
Imagino el dolor que experimenta el escritor Cela Conde por la cercana agonía o desaparición del tren de Söller cuando nos agrega: «Será que procedo de familia de ferroviarios o quizás sólo que la modernidad me da náuseas, pero lo cierto es que el tren significa para mí algo que va más lejos de sus vías»
Tanto el tren de Chiriquí creado por Belisario Porras como el legendario de Panamá a Colón ideado en el siglo XIX antes de la época de la construcción del Canal y el tranvía de constructor desconocido que pasaba por el centro de la ciudad y era parte del paisaje, son reminiscencias de viejos, pero mejores tiempos donde los seres eran más humanos y amorosos.
Nunca se me olvida el silbato del tren chiricano. Cada sonido cuando iba llegando al lugar de su destino traía alegría, júbilo, noticias, tiempo para los relojes, visitas de familiares al hogar, turistas, alimentos y viandas típicas.
Tenía una estación elegante en David, capital de la provincia, que hoy se ha convertido en Biblioteca Municipal. allí era el encuentro diario de familiares, amigos y políticos. Todo giraba en torno al tren. Sus ramales hacían posible la comunicación con otros lugares de la provincia. Al Sur, con Concepción o Bugaba, Santa Marta San Andrés, Jacú, Progreso y Puerto Armuelles, zona bananera de gran importancia Al Norte, con Dolega, Potrerillos, La Pita, La Tranca, El Francés y Boquete, zona cafetalera. Los viajes eran atractivos porque la campiña chiricana de Norte a Sur se veía esplendorosa, arrullada por el volcán Barú. Chiriquí vivió días de gran auge económico con la existencia de ese tren.
Y ¿Qué decir de los viajes en el Viejo tren de Panamá a Colón? Ese era un tren cosmopolita, transístmico. Orillaba todo el Canal. Se pasaba por diferentes estaciones, algunas donde estaban las esclusas: Balboa, Pedro Miguel, Gamboa, Gatún.
Al Lago Gatún lo bordeaba el tren, su extensión aún es imponente. En aquel tiempo, no sé ahora, estaba lleno de árboles muertos que parecían manos negras con sus dedos pidiendo auxilio al cielo. Árboles inundados por las aguas del río Chagres daban también la impresión de hombres sumergidos, ahogados en los «pueblos perdidos» como nos dice el escritor panameño Gil Blas Tejeira.
Todo ello lo veía yo con ojos asombrados de niña cuando en viaje a Colón mis padres buscaban mejores días para su familia. El tren pasaba como serpentina de plata y nosotros adentro de sus carros, algunos lujosos, otros de carga, pero todos cumpliendo con su histórica travesía. Allí el silbato fuerte que se perdía en la selva y manglares, me convertía en exploradora de nuevos mundos. Era el viejo tren ese de Panamá a Colón lleno de actividad y enigmas.
Es triste recordar el pasado vivido, pero a la vez es interesante cuando podemos hoy hacer comparaciones de ese antiguo tren y el nuevo tren moderno que no es nuestro.
La civilización como que va acabando con la vida agradable de pueblos y ciudades.
Así, por mi mente pasa la agonía y muerte del tranvía, mi gris añoranza se convierte en tristeza. Ese era otro medio atractivo de comunicación que nos conducía a las escuelas en la Capital. Como adolescentes disfrutábamos de su uso. Los boletos se compraban en libretas semanales y eran de precios irrisorios. En el tranvía íbamos como duendes en esas bancas de hierro y madera: leyendo la lección, un libro, una revista, un periódico o íbamos mirando las casas, los jardines, los edificios, haciendo a la par elucubraciones fantásticas, escudriñándolo todo, mientras que el tranvía nos llevaba con su suave movimiento, en ocasiones tembloroso, pero con un acompasado ruido hasta llegar al destino.
Bien decía Azorín: “Poetas, pintores cronistas, no percibes el alma de un pueblo mejor que visitando sus teatros, sus cafés y sus museos en esa visión instantánea desde la plataforma de un tranvía mientras cae la tarde de estos tejados, estos balcones, esos cipreses, estos campos desnudos, estas mujeres enlutadas que caminan despacio, cruzándose y recruzándose en sus paseos sin hacer ruido»
Así es el tren y el tranvía, todo se ve, se divisa para damos una visión de conjunto, una pincelada de colores y una sensación de estar y no estar en el terruño permanentemente. Los saludos van y vienen y tú y yo somos los viajeros continuos de un instante, no para alejamos al infinito, sino para estar allí con nuestro pueblo en vivencias, angustias e intimidades a pesar de los queridos vaivenes del tren y del tranvía.
Por todo lo que me ha inspirado la sencilla reseña del escritor español Camilo José Cela Conde, al igual que él en esta tierra americana, Panamá, siento la nostalgia por la agonía, muerte y ausencia de trenes y tranvías. Si para Cela Conde su tren de Söller es peculiar y único, para mí los trenes de Panamá son jirones arrancados de nuestra alma, son relicarios que de ti y de mi llenan esos universales baúles. No debemos permitir sus cierres como va a ocurrir con el desconocido, pero ya querido tren de Söller. Solamente espero que el escritor Camilo no lo deje morir y si él lo pide estaremos acompañándolo en su lucha para que no perezca, pero si el caso fuera irreversible, pediré para Cela Conde lo que pidió un vecino del tren en la ciudad de David, provincia de Chiriquí, algo muy significativo y que fue acotado por mi padre Abel Candanedo en su libro Humorismo Criollo, «Si van acabar con el tren aunque sea regálenme su pito».