Cuando la pobreza en la que había nacido era ya un lejano recuerdo y figuraba como el principal magnate del acero, alguien le preguntó a Andrew Carnegie cuál era el secreto del éxito. “Saber lo que quiere”, fue su lacónica respuesta.
Y este es el secreto que permea la obra “Piense y hágase rico”, un estudio encargada por Carnegie a Napoléon Hill para que develara las cualidades y estrategias necesarias para alcanzar el éxito en cualquier orden de la vida humana.
“Sepa lo que quiere”. Y, luego, encamine todo su esfuerzo a conseguirlo. Esa frase debería figurar grabada en planchas de acero en los despachos y escritorios de todo aquél que se dedique a la política.
Porque resulta inaceptable la ambigüedad de propósitos y la ausencia de planes claros que arrastran de una campaña a otra y, en el caso de los ganadores, durante los años que se mantienen en el poder.
La “nueva realidad” y “la recuperación nacional” son ejemplos de este reinado de la ambigüedad con los que pretenden calmar los ánimos de una población angustiada por el desempleo y la carencia de ingresos para sostenerse.
En medio de los escombros en que nos deja la pandemia resulta “sonoro” el silencio de nuestra clase política en cuanto a soluciones y propuestas concretas para levantarnos nuevamente. El escenario nacional sigue controlado por rencillas tan personales como insustanciales y de vieja data, por un lado; y por pequeños y excéntricos montajes teatrales propios de un afán “taquillero”, por el otro.
Es evidente que ninguno de los bandos políticos “sabe lo que quiere” el país. La falta de propuestas deja al desnudo la ausencia de un plan detallado para salir de la crisis y enfilar la nave hacia un puerto específico.
Ningún marinero en sus cabales se lanza al mar sin tener trazada la ruta a seguir y, muchísimo menos, sin tener definido el puerto al que desea arribar. Pero nuestros políticos criollos no son marineros y, evidentemente, su brújula no tiene por norte el bienestar de todos.