La Asamblea Nacional es, indudablemente, un organismo complejo. Representa la suma de esfuerzos tanto de diputados, así como de una amplia variedad de oficios: suplentes, secretarias, secretarios, choferes, asistentes, cuerpo de seguridad, trabajadores manuales… En fin, una muy amplia colaboración de distintos órdenes.
No sería nada despreciable para ilustrar a la ciudadanía, un ejercicio externo ejecutado por expertos -por supuesto- que establezca cuánto le cuesta a la nación cada hora de funcionamiento de ese augusto órgano del Estado.
El mencionado ejercicio brindaría a toda la ciudadanía interesada una base sólida para calcular el costo de cada proyecto que pase por las manos de quienes ahí nos representan. Teniendo establecido este promedio (costo por hora), la suma de todas las horas de sesión a la que son sometidos los proyectos desde que entran a la carrera hasta que llegan a su destino, nos darían una idea muy aproximada de cuánto desembolsamos por todo lo que se propone y discute en tan sagrado recinto.
En el siglo XIV, el fraile franciscano Guillermo de Ockman, formuló el principio conocido como Navaja de Ockmam que originalmente enunciaba que “la pluralidad no se debe postular sin necesidad”. Con el paso de los años fue reformulado estableciendo que “si para explicar un fenómeno tenemos dos o más hipótesis, lo más razonable es aceptar la más simple, es decir, la que presenta menos supuestos no probados”.
En tiempos tan apremiantes como el presente podríamos tomar en cuenta otras consideraciones- igual de simples- para valorar el trabajo de nuestra institución legislativa: problemas que resuelve o número de ciudadanos a los que beneficia, entre otros.
Y así, con una clara percepción del desembolso que significa para el bolsillo de todos los ciudadanos o los beneficios derivados, tal vez nos ahorraríamos el derroche que significa discutir asuntos baladíes cuya única utilidad es alimentar el ego o las simpatías de unos pocos interesados.