La nación esclavizada y el cadáver de la “indignación”.

En el diccionario de la lengua española se define la “indignación” como el enojo, la ira o el enfado vehemente contra una persona o contra sus actos. Mientras que, en el diccionario de referencia del inglés americano, el Webster, la misma palabra vendría a significar “ira provocada por algo injusto, indigno o mezquino”. Definitivamente, más allá de las tapas y los términos del diccionario, la indignación ostenta un protagonismo en el que poco reparamos.

Y no es la indignación que salta y explota descontrolada cuando alguien se nos cuela en la fila o cierra el paso, bajo el semáforo, en un cruce de calles. Por supuesto que no. El término al que aludimos tiene mayor trascendencia: va mucho más allá. Porque, ya sea individual o colectiva, y actuando como una costura subterránea en los momentos estelares de la historia humana, la indignación es una fuerza arrolladora capaz de impulsar cambios monumentales en la realidad circundante.

Una nación sin la indignación que se revuelve ante el saqueo, las desigualdades, la rapiña política y la injusticia, es una nación condenada al abuso, a la miseria y a la explotación.

Cuando surge como respuesta ante las injusticias, el abuso y las desigualdades, la indignación se constituye en una fuerza irresistible que empuja transformaciones constructivas en la sociedad, motivando a los individuos y grupos a cuestionar y desafiar la situación imperante; aglutinándolos en consensos y causas comunes.

Quizá por ello, en su Ética a Nicómaco, Aristóteles definía a esta fuerza como la emoción que sentimos ante la injusticia: “una respuesta moral al ver que alguien recibe menos de lo que merece”. Y Jean-Jacques Rousseau, por su parte, que compartía el concepto del griego, escribió que la indignación surge de la comparación social y de la percepción de desigualdad. La indignación, según proclamaba, es una respuesta a las estructuras de poder y riqueza que perpetúan la injusticia y la opresión.

Cuando se empina la mirada hacia los vastos horizontes de la historia humana, el penacho de la indignación popular asoma en las principales revueltas que han configurado lo que somos en el presente. Está en la Revolución Francesa, cuando en 1789 estalla la indignación colectiva entre las clases bajas y medias, hartas de la opresión, los impuestos exorbitantes, la escasez de alimentos y la injusticia percibida del sistema feudal y del poder y los privilegios absolutos de la monarquía. Esta indignación transformó no solo el panorama social y político de Francia: también sembró la semilla de la democracia moderna y de los derechos humanos.

Algunos años antes había asomado esta fuerza arrolladora y jugado un papel crucial en la Revolución de Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica. El descontento generalizado causado por las políticas opresivas de Gran Bretaña, aunado a los altos impuestos y la falta de representación encendieron las ansias libertarias materializadas en el inolvidable Motín del Té de Boston, que, al igual que la Toma de la Bastilla, unos años más tarde, se convertirían en dos de los más notorios símbolos históricos de la lucha por la Libertad.

Tampoco faltó, ¡al contrario!, sobró indignación en las protestas de estudiantes durante el conocido Mayo del 68 francés que en torno al lema “ser realistas y pedir lo imposible”, dejó claramente establecido que existían reivindicaciones y necesidades populares que los agentes tradicionales de la política estaban ignorando. Este mismo año, al otro lado del mar, hastiados por la opresión gubernamental y ansiando un país más democrático, miles de estudiantes mexicanos marcharon por las calles apoyados por profesores, trabajadores, intelectuales y amas de casa, entre muchos. La indignación popular recibió en respuesta una brutal represión oficialista que culminó en la Matanza de la Plaza de Tlatelolco que, sin embargo, no logró apagar el descontento de las masas.

El transcurso de los años traería muchas otras muestras de la indignación popular, desde la primavera de Praga hasta la otra, la primavera árabe, pasando por las protestas en la Plaza de Tiananmen, donde una masa de jóvenes estudiantes pedía reformas económicas y políticas en China. Aquella imagen del estudiante enfrentándose al tanque militar que amenazaba aplastarle persiste como otro de los símbolos de las luchas libertarias.

Porque, ya sea individual o colectiva, y actuando como una costura subterránea en los momentos estelares de la historia humana, la indignación es una fuerza arrolladora capaz de impulsar cambios monumentales en la realidad circundante.

La lección histórica es contundente: la indignación popular ha configurado el mundo tal cual lo conocemos. Cuando esta indignación está ausente o es acallada, las riendas las toman el abuso, la desigualdad, la injusticia y el resto de las lacras sociales propias de aquellos escenarios en los que imperan las ambiciones e intereses de unos pocos. Sin esa indignación el cambio social no es posible. Marx lo sospechaba cuando la definió “como una fuerza dinámica que moviliza a las masas hacia la transformación de las estructuras económicas y sociales”.

Panamá pudo constatar lo fundamental que resulta mantener ese fuego perpetuo en el ánimo nacional si se aspira al cambio profundo y permanente. Durante los meses finales del 2023, la indignación, sobre todo la de los jóvenes, mantuvo en vilo a un país moldeado en base a la peor versión posible que podría ser concebida por el contubernio avaricioso de una clase política descarada y un parasitario grupo económico, incapaces ambos de soñar más allá de sus propios bolsillos.

Una nación sin la indignación que se revuelve ante el saqueo, las desigualdades, la rapiña política y la injusticia, es una nación condenada al abuso, a la miseria y a la explotación. En su obra La monarquía del miedo, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum la señala como una emoción “racional y moralmente justificable que puede llevar a la acción política constructiva”. No se anda por las ramas cuando concluye que “la indignación bien dirigida puede ser una fuerza poderosa para el cambio social y la justicia”.

Vivir sin esa indignación ética que aspira a lo mejor, es un lujo que los panameños no podemos permitirnos.

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