Resulta evidente que el sistema electoral del país favorece el clientelismo político y los intereses particulares de una minoría en detrimento de los intereses nacionales; además de adolecer de un excesivo presidencialismo que pone en entredicho el justo equilibrio con los poderes judicial y legislativo. Por ello, un grupo de ciudadanos-siguiendo el curso que le dictan sus ideas- ha optado por recoger la cantidad de firmas necesarias para convocar a una asamblea constituyente paralela con la esperanza de llevar a cabo los cambios que se requiere para darle un nuevo golpe de timón a la nación.
Dicho movimiento, integrado por tres iniciativas distintas, debe colectar un promedio de 96 mil firmas mensuales durante seis meses si desea cumplir con el requisito que la ley exige para tal convocatoria. Sin embargo, la falta de recursos económicos, el desconocimiento y la desconfianza ciudadana y, además, las restricciones de movilidad impuestas por el coronavirus, atentan contra la tarea de recoger las 580 mil 742 firmas requeridas.
Independientemente del resultado que obtengan los ciudadanos abocados a esta tarea, su esforzado interés en la búsqueda de respuestas a algunos de los grandes dilemas del país contrasta con la actitud egocéntrica y corta de miras de los grupos que, durante las últimas semanas, han concentrado sus esfuerzos e iniciativas en una serie de restringidas negociaciones partidistas y acuerdos de recámara con la escueta finalidad de lograr-como siempre- que prevalezcan los intereses particulares de quienes llevan las riendas de las cofradías políticas. Actitud para nada sorprendente ya que ha sido la constante durante el período de pandemia: mientras la ciudadanía se debate entre la incertidumbre y la angustia laboral y económica, los partidos políticos se han dedicado a velar por sus intereses de camarilla sin tomarse molestia alguna para estructurar propuestas y planes definidos que ayuden a solventar la debacle en la que la nación se encuentra inmersa.
Nos enfrentamos a un contrataste de actitudes. La una, buscando opciones que propicien el cambio en el que creen algunos ciudadanos; la otra, la de quienes son incapaces de pensar más allá de sus propias conveniencias. En medio de este dilema resulta, por demás, definitiva y oportuna, aquella reflexión que nos advierte que “ si se producen cambios aún positivos en la constitución política, pero no se producen cambios en la constitución moral, cívica y cultural de nuestros dirigentes políticos y de nuestros electores, ningún cambio positivo debemos esperar de una nueva y aún buena constitución”.
De nada servirá un nuevo documento constitucional mientras impere el raquitismo político que atenta contra el futuro nacional.