Un grupo de migrantes venezolanos se encuentra en Panamá, tras desandar los cerca de tres mil kilómetros que recorrieron inicialmente hasta México. Ahora regresan, con sus ahorros dilapidados y física y emocionalmente agotados. Aún así, el recuerdo de sus seres queridos los sigue llamando a casa.
Arturo está sentado al fondo de una de las rampas por donde descienden los pasajeros. Luego se acuesta, con sus joggers negros, con líneas de verde fosforecente, sobre un especie de parapeto. Revisa su celular, buscando notificaciones de noticias sobre Venezuela, su tierra natal.
Son casi las 8 de la mañana. Es hora pico en la ciudad de Panamá y sus alrededores. El sol apenas inicia su ciclo calcinante sobre la tierra, relumbrando sobre los adoquines pardos que pisan los pasajeros al subir y bajar de los buses en la Gran Terminal de Albrook.
-Sabanitas, Colón, expreso…
-Chorrera, camino
En medio de los pregoneros que anuncian las diferentes rutas, pasan dos niños con ropas raídas y en chancletas. Con un acento que evoca el sur del continente y cargando cada uno un peluche, piden algo para comer. Ya no aguantan más, dicen. La carencia que reflejan sus delgados cuerpos habla más fuerte que sus tímidas palabras.
Hace más de un año y cuatro meses, ellos, junto a sus padres y su hermana, atravesaron por primera vez Panamá abordo de un bus que los condujo de Darién hasta Paso Canoas. Ahora volvieron, en un viaje en sentido inverso, que los trajo de vuelta a Panamá desde México. Allá fueron otras de las tantas víctimas de la criminalidad: la hermana, de 13 años fue blanco de un grupo de secuestradores. En tanto que el padre logró evitar su rapto, pero recibió un duro golpe en la cabeza, del cual no se había recuperado al momento de la entrevista.

Según cifras del gobierno panameño, entre 2019 y 2024, más de un millón de migrantes cruzaron por Darién en ruta hacia los Estados Unidos.
Al infierno, de ida y vuelta. Esta también es la historia de Arturo Sánchez Martínez, que meses atrás llegó a México con la esperanza de poder cruzar la frontera hacia Estados Unidos. Pero sus sueños chocaron de frente con la corrupción policial, de los oficiales de migración, de los “coyotes”, etc. Y con un muro llamado Trump. “Cuando iba subiendo le pedí ayuda a un policía, y el mismo policía me llevó a una casa donde estaba el Cartel”, cuenta, mientras toquetea un encendedor que sobresale de uno de sus bolsillos.
Aunque la mayoría de los migrantes que llegan a Albrook por estos días son venezolanos, parte de lo que el presidente José Raúl Mulino ha calificado como un “flujo migratorio inverso”, en los últimos años Panamá recibió a ciudadanos de otros países de América Latina, como Colombia, Ecuador y Haití. También, de China, Nepal, Irán, India, Afganistán, y de otras regiones.
Entre 2019 y 2024, aproximadamente, un millón de migrantes cruzaron por el Darién en ruta hacia los Estados Unidos, de acuerdo con cifras del Servicio Nacional de Migración (SMN). El flujo repuntó entre el 2021 y 2023: de 133 mil 653 a 520 mil 085.
En el 2024, en un año donde se celebraron elecciones en Estados Unidos y en varios países de América Latina, el número de migrantes que entraron por la inhóspita frontera del Darién cayó, descendiendo a 400, 612, de acuerdo con la Defensoría del Pueblo.
La entrada por Darién se ha restringido aún más, debido al recrudecimiento de los controles implementados durante el gobierno de José Raúl Mulino y la política de deportaciones iniciada por Donald Trump desde los Estados Unidos.
En las últimas semanas, el mandatario panameño señaló que la incursión de migrantes procedentes del territorio colombiano había prácticamente cesado, un desplome de 97%. Según estadísticas del SNM, entre el primero de enero y 13 de marzo entraron 2,752 personas por el Tapón del Darién. Son 85, 491 migrantes menos que los que ingresaron durante el mismo periodo del año pasado.
Mientras la migración a través de Darién, donde el Gobierno anunció el cierre de los centros de recepción de Bajo Chiquito y Las Lajas, al otro lado del país, en la frontera con Costa Rica, el ingreso de migrantes va en aumento. De acuerdo con cifras divulgadas por el presidente Mulino, por lo menos 4,091 han cruzado el puesto fronterizo en Paso Canoas desde inicios del año.
Es tan solo el principio, dice Arturo. De cabello rubio y ensortijado y con un arete colgando en su oreja izquierda, este mecánico, oriundo del barrio caraqueño “El Junquito”, asegura que “vienen bajando muchos más”.
La segunda ola: el retorno
En Panamá tanto él, como el grupo de cerca de 10 venezolanos que lo acompaña, fueron transportados por las autoridades de Migración hasta la Terminal de Albrook. Ahí los dejaron, durante la madrugada. Retornan a Ciudad de Panamá sin dinero -tan solo en la ‘subida’ Arturo gastó tres mil dólares-, y desgastados tanto física como emocionalmente.
Al igual que muchos de sus compatriotas, Arturo salió de Venezuela tratando de escapar de una situación política y económica que “no da pa’ nada”. En Darién lo esperaban los caudalosos ríos, la selva que todo se lo traga, incluso las vidas. “Veíamos haitianos muertos por todos lados… Dentro de una carpa había un recién nacido, todo lleno de gusanos”, relata. Mientras habla se escucha el ulular casi fantasmal de un “diablo rojo” que avanza. Su chirrido metálico resuena por los pasillos de la Terminal.

Los migrantes que están regresando de México, de donde salieron para evitar una posible deportación, lamentan haber abandonado sus países de origen.
En el albergue de Lajas Blancas -que en ese momento se encontraba en funcionamiento- pagó sesenta dólares por un pasaje a Costa Rica. “Es una locura, porque Migración nos ayudaba a subir. Ahorita que uno está bajando no nos ayudan, sino lo que hacen es frenarnos”, lamenta.
Posteriormente, logró entrar en México, donde llegó hasta Tuxtla Gutiérrez, capital del estado de Chiapas. Ahí, a 2,911 kilómetros de Caracas, su punto de partida, lo agarró la noticia de la activación de las deportaciones por parte del gobierno de Trump.
En medio de su desesperación, le pidió ayuda a un policía, quien lo montó en una patrulla y lo llevó a la casa de un narco. “Me dijeron: ‘estás secuestrado, tienes que pagar mil 200 dólares’. Y los tuve que pagar”.
Finalmente, pudo salir de territorio mexicano el 11 de diciembre de 2024. Tres días después llegó a Guatemala en bicicleta.
En Costa Rica, se encontró con que a los migrantes venezolanos les daban la “peor comida”, en comparación con la que recibían los que procedían de países como China o Irán. También tenían que sobreponerse al miedo de ser detenidos en cualquier momento. Señala que los albergues de aquel país estaban dejando a los migrantes en la calle.
Cuando se encontró de nuevo en suelo panameño, Migración lo detuvo a la altura de Divisa, en Veraguas. Lo dejaron esposado tres días junto a un catre. “Por flujo ilegal”, fue la respuesta que le dieron las autoridades.
Esa fue una de varias veces en que fue detenido y posteriormente deportado a Costa Rica. En otra ocasión, le pagó 250 dólares a un coyote para que lo guiará a través de la provincia de Bocas del Toro, pero lo dejó en un monte, en medio de la nada. Vagó por senderos donde solo encontró serpientes e indígenas, hasta que fue rescatado en la ciudad de David, en Chiriquí. Desde ahí siguió el trayecto hasta Ciudad de Panamá, donde había intentado llegar desde que entró al país el 30 de diciembre de 2024.
Por su parte, Yohanny Macías y su familia -esposo, tres hijos- abordaron un bus en Costa Rica con dirección a Panamá. Allá habían arribado procedentes de México, donde permanecieron un tiempo juntando un dinero para pagar a un coyote que los ayudara a pasar la frontera.
Pero con el triunfo de Trump los sueños de solicitar un asilo en suelo estadounidense se esfumaron y optaron por invertir el dinero en pasajes. Tan solo hasta Costa Rica pagaron 200 dólares. Esperaron ahí un mes y luego pagaron 77 dólares para que los transportaran hasta la Terminal de Albrook.
Un nuevo ‘corredor’ entre las islas
En Ciudad de Panamá, y ante la imposibilidad de regresar a Venezuela por avión -desde el 29 de julio de 2024 ambos países rompieron relaciones-, Arturo, Yohanny y su familia, al igual que el resto de los venezolanos con los que viajan, han decidido aventurarse hasta la provincia de Colón.
Ahí, en la costa del Caribe, se ha improvisado una nueva ruta de “repatriación” para los migrantes venezolanos, que, luego de sobrevivir los peligros de la selva, los abusos de los policías y agentes de Migración, y la amenaza derivada de los narcos y coyotes, aún deben jugársela entre las olas del mar. En vez del corredor migratorio por el inhóspito Darién, ahora deben aventurarse por entre las islas y costas de Guna Yala.

De acuerdo con una fuente del Ministerio de Seguridad, la ruta que estarían siguiendo estos migrantes en el Caribe sería la siguiente: primero, de la terminal de buses de la ciudad de Colón, hasta la localidad costeña de Miramar. Desde ahí viajan en lancha hasta la isla de Gardi Sugdub, en el archipiélago de Guna Yala, cuya población está en proceso de ser trasladada a un asentamiento en tierra firme, como consecuencia del ascenso del nivel del mar.
La próxima parada es en Puerto Obaldía, un trayecto que toma nueve horas y que los acerca más a territorio colombiano. De ahí el viaje en bote hasta Capurganá, en Colombia, toma apenas 25 minutos.
Anteriormente, las lanchas zarpaban directamente desde Puerto Cartí, pero una tragedia cambió la ruta. El 21 de febrero un bote con migrantes venezolanos y colombianos naufragó durante la travesía a Puerto Obaldía. A pesar de un operativo de rescate realizado por el Servicio Nacional de Fronteras, una niña venezolana de 8 años murió ahogada.
Una vez en Colomba, los viajeros pueden desplazarse a localidades como Necolí y Turbo, en la ruta que siguieron cuando entraron a Panamá por primera vez. De acuerdo con la agencia noticiosa AP, datos de las autoridades colombianas revelan que los registros de entrada y salida de venezolanos se incrementaron en 41% entre enero y febrero de 2025, en comparación con el mismo periodo de 2024.
Pero no todos tienen los cerca de 300 dólares que cuesta el pasaje en lancha desde Panamá a Colombia. Eso, y el miedo a ahogarse en el Caribe, obliga a varios a intentar regresar por la misma selva que atravesaron meses atrás, afirma Arturo.
“No tenemos todo ese dinero, nos tocará pedir ayuda o trabajar para recolectar esa plata”, indica Yohanny. Comenta que entró a Panamá procedente de Colombia, donde se ganaba la vida como estilista.
Lo que queda es trabajar y seguir, como también lo ha hecho Estefan, quien planea lavar autos para conseguir dinero y así completar con lo que su familia le envía desde Caracas. Así mismo piensa Francisco, de 26 años, quien se ha pagado parte de su viaje trabajando en cualquier sitio de construcción.
Mientras intenta desandar la ruta que siguió junto a su familia hasta México, Yohanny se arrepiente de su decisión.
Por lo menos tenía mi trabajo, vivíamos alquilados, pero por querer darle un mejor futuro a los niños migramos. Eso no se lo aconsejo a nadie”.
Cansado de las vejaciones y sobresaltos de la travesía, Arturo, con un abultado kilometraje a cuestas, tal vez demasiado para sus 23 años, también anhela el retorno a casa. Allá lo espera Miguel Giovanni, su hijo de nueve meses, a quien todavía no conoce. “Ya mi esposa me dijo que me fuera, que para qué seguir arriesgando mi vida. Lo que podría es llegar al punto de dejar a mi hijo sin papá”.
Arturo habla de su hijo con voz quebrada, con el rojo de un llanto largamente contenido asomando desde lo más profundo de su mirada. Una mezcla de impotencia y desidia, como si el drama del presente ya no importara. Es como una llanta que, de tanto rodar, ya no se siente sobre el pavimento. Es un simple espectador frente a la rodadura desgastada de su vida, de su existencia de migrante. De Sur a Norte, y de Norte a Sur.