La industria cinematográfica lamenta la pérdida de uno de sus mayores exponentes, el doble ganador del Oscar Gene Hackman, quien falleció a los 95 años en su residencia de Santa Fe, Nuevo México. Junto a él, también se encontró sin vida a su esposa, Betsy Arakawa. Las autoridades han descartado inicialmente la existencia de «juego sucio», aunque continúan investigando las causas exactas de ambos decesos.
Una carrera de florecimiento tardío
Gene Hackman representa un caso atípico en la industria hollywoodiense. Su consolidación como actor ocurrió después de los 30 años, demostrando que el talento y la perseverancia pueden triunfar sobre los convencionalismos de una industria obsesionada con la juventud. A pesar de retirarse cuando aún estaba en la cúspide de su carrera, Hackman dejó un legado interpretativo inolvidable.
Su decisión de abandonar la actuación fue meditada y firme. Tras protagonizar «Bienvenido a Mooseport» y en una entrevista con Larry King, anticipó su adiós, confirmándolo cuatro años más tarde para dedicarse por completo a la escritura. En esta nueva faceta creativa, Hackman encontró la «alegría» y la «independencia» que el estrés de la actuación ya no le proporcionaba.
Del anonimato al estrellato
Hackman nunca encajó en el prototipo del galán hollywoodiense. Alto, de físico común, logró trascender estas limitaciones gracias a su extraordinaria capacidad interpretativa. Desde sus inicios en el Pasadena Playhouse, donde entabló amistad con Dustin Hoffman, se centró en perfeccionar su oficio actoral más que en perseguir la fama.
Su trayectoria comenzó con roles secundarios, destacando su participación en «Bonnie y Clyde», filme que le valió su primera nominación al Oscar. Paradójicamente, antes de este éxito, Hackman experimentó el rechazo en «El graduado», siendo despedido por considerársele demasiado joven para el papel que interpretaría.
Los años setenta: su década dorada
La década de los setenta representó el apogeo profesional de Hackman. Obtuvo su primer Oscar por su inolvidable interpretación del detective «Popeye» Doyle en «The French Connection» (Contra el imperio de la droga), un personaje que redefinió el thriller policial de la época.
Durante estos años, participó en una asombrosa cantidad de producciones, incluyendo títulos tan diversos como «La aventura del Poseidón», «Espantapájaros», «La conversación» y «La noche se mueve». Su trabajo en «La conversación», dirigida por Francis Ford Coppola, le mereció la Palma de Oro en Cannes, consolidando su prestigio internacional.
A pesar de su éxito, Hackman no dudaba en rechazar proyectos importantes si no se ajustaban a sus criterios profesionales. Entre los filmes que declinó se encuentran «Apocalypse Now», «Network» y «Alguien voló sobre el nido del cuco». Sin embargo, también aceptó papeles puramente comerciales, como el de Lex Luthor en las primeras entregas de «Superman», demostrando una pragmática visión de la industria.
Madurez interpretativa: de thrillers a westerns
En las décadas siguientes, Hackman moderó su ritmo de trabajo, pero mantuvo su exigencia en la selección de proyectos. Participó en filmes de prestigio como «Bajo el fuego», «Rojos» y «Hoosiers», consolidando su reputación como actor de carácter.
A finales de los ochenta, evolucionó hacia personajes más maduros y complejos. En «Arde Misisipi», compartió pantalla con Willem Dafoe interpretando a un agente del FBI con comportamientos antagónicos, en un thriller que abordaba la cruda realidad de la lucha por los derechos civiles.
En los años noventa, exploró el género western con títulos como «Sin perdón», «Gerónimo, la leyenda» y «Wyatt Earp», conquistando su segundo Oscar por su papel en «Sin perdón», un personaje que aceptó encarnar gracias a la insistencia de Clint Eastwood, demostrando su valentía actoral y su capacidad para asumir roles desafiantes.
Vida personal y pasión por la escritura
Tras un susto de salud en 1990, Hackman se casó con Betsy Arakawa en 1991, después de divorciarse de su primera esposa, Faye Maltese. Arakawa, quien diseñó la casa en Santa Fe donde la pareja residía, compartía con Hackman la pasión por la restauración de edificios, llevando una vida discreta lejos del bullicio de Hollywood.
A finales del siglo XX, Hackman comenzó a priorizar su otra gran pasión: la escritura. Colaboró con el arqueólogo submarino Daniel Lenihan en varias novelas de corte histórico y también publicó en solitario, encontrando en la literatura una nueva vía de expresión creativa.
El legado de un «hombre común» con talento extraordinario
La caracterización habitual de Hackman era la de un hombre corriente, pero esta aparente sencillez escondía una complejidad interpretativa excepcional. Sus personajes, ya fueran convictos, sheriffs, miembros del Ku Klux Klan o presidentes, desafiaban los estereotipos y se enriquecían con matices y contradicciones.
Él mismo bromeaba sobre su imagen, definiéndose como «un minero cualquiera». Su apariencia física, sin rasgos particularmente llamativos, reforzaba esta idea de hombre común, pero era precisamente en esa normalidad donde radicaba su fuerza interpretativa.
Como señaló Jeremy McCarter en Newsweek en 2010, Hackman interpretó a personajes «con una mezcla distintiva de sombra y luz», reflejando la complejidad de la condición humana. La crítica siempre reconoció su «credibilidad» como actor. No interpretaba, vivía sus papeles, dotándolos de una autenticidad que trascendía la pantalla.
Janet Maslin, en The New York Times, destacó su «vitalidad y realidad» extraordinaria, resaltando la dificultad de identificar una cualidad específica que lo hiciera destacar, más allá de su naturalidad y presencia escénica.
Gene Hackman nunca se ajustó al molde de la estrella de cine convencional, pero se convirtió en una leyenda a su manera, interpretando personajes ordinarios con una profundidad y sutileza excepcionales. Su fallecimiento deja un vacío irreparable en el mundo del cine, pero su extensa filmografía perdura como testimonio de su talento y dedicación al arte de la interpretación.
