Era de suponer, sin temor a equivocarse, que la reciente propuesta del presidente electo de Panamá, José Raúl Mulino, de cerrar la frontera en la selva del Darién para frenar el flujo de migrantes, generaría una respuesta por parte de Colombia. El canciller de aquel país, Luis Gilberto Murillo, afirmó que Colombia «obviamente no estaría de acuerdo» con tal medida, argumentando que esta no es la solución adecuada para un problema tan complejo, agregando, además, que “tenemos que ofrecer es salidas más humanitarias para esta población que cruza por esa zona”.
La migración irregular a través del Darién es un fenómeno alarmante y trágico. En 2023, más de 520,000 personas, incluidas muchas familias y niños, se aventuraron a cruzar esta peligrosa selva, enfrentándose a amenazas como animales salvajes, ríos peligrosos y bandas criminales. Estas rutas son explotadas por el crimen organizado, que ve en la desesperación de los migrantes una oportunidad para lucrar. Y la respuesta del canciller colombiano pretende ignorar esta situación plagada de abusos- suficientemente documentada por distintos organismos- que sufren los migrantes en manos de los delincuentes que se han tomado la ruta.
Cerrar la frontera es un primer paso, y no debe ser el único, para que cada una de las partes involucradas asuman la responsabilidad que le corresponde. Es obligatoria la búsqueda de consensos para establecer soluciones que vayan a la raíz del problema migratorio. Permitir fronteras abiertas como hasta ahora es la respuesta fácil para no afrontar la crisis y pretender lavarse las manos mientras se pasa el problema a otros.
Y evidentemente el cierre de la frontera en el Darién no resolverá la crisis migratoria, pero es crucial que las naciones afectadas trabajen juntas para crear soluciones que prioricen la seguridad y los derechos de los migrantes, abordando las raíces del problema en lugar de cerrar los ojos a la crisis y lavarse las manos a la vieja usanza de Pilato.