Los recientes sucesos en Ecuador, con una ola de criminalidad que ha obligado al presidente Noboa a decretar el estado de excepción, es un fuerte llamado de atención para el resto de países latinoamericanos. La actividad del crimen organizado, el tráfico de drogas y la corrupción son males que aquejan a varias naciones del continente. Si no actuamos para corregir estas situaciones, podemos ver repetirse situaciones de seguridad pública como la que vive actualmente el país vecino.
Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en los últimos cinco años la tasa de homicidios en América Latina se ha incrementado un 30%. La delincuencia organizada permea las instituciones públicas, soborna funcionarios y siembra la violencia. En democracias aún frágiles, este flagelo carcome las bases del estado de derecho. Los gobiernos de la región deben implementar reformas integrales, no solo planes coyunturales de mano dura. Se requiere sanear las instituciones, depurar cuerpos policiales, modernizar el sistema penitenciario y combatir la pobreza para restar base social al crimen. La transparencia y la rendición de cuentas son claves.
No faltarán voces que reclamen medidas extremas e intolerantes frente a estos escenarios. Pero el camino no es sacrificar libertades fundamentales o violar derechos humanos: las soluciones autoritarias suelen agravar los problemas que pretenden resolver. El fortalecimiento democrático es la mejor receta para enfrentar la espiral de inseguridad.
Panamá y el resto de naciones latinoamericanas harían bien en atender el llamado de alerta que llega desde el sur. De lo contrario, corremos el riesgo de hundirnos en crisis institucionales como la que hoy golpea a Ecuador. La hora de actuar es ahora, con visión de largo plazo y sin recetas simplistas. La seguridad y el futuro de nuestra democracia están en juego.