Cuando se independizó en 1965, Singapur era una nación subdesarrollada y extremadamente pobre. Pero, decidido a evitar que esta realidad fuera permanente, el gobierno de entonces estableció una visión para transformar al país en un centro financiero y tecnológico capaz de competir con las economías más desarrolladas del mundo.
Corea del sur, igualmente, era un país sumido en la más aguda pobreza en la década de 1960. Y, convencido que sólo estableciendo objetivos claros podría cambiar la situación, el país se unió en torno a una visión mientras el gobierno invertía en educación, infraestructura y tecnología, lo que la llevó a experimentar un rápido crecimiento económico durante las décadas siguientes, logrando convertirse en una de las economías más competitivas y pujantes del globo.
Una nación no puede marchar a ciegas, de tumbo en tumbo, sin una visión que perfile lo que desea lograr y aquello en lo que aspira a transformarse. Cuando lo hace – caminar a ciegas- se produce el desastroso escenario que vemos a nuestro alrededor. La importancia de una visión radica en que proporciona un rumbo claro y un propósito inspirador. Cuando es compartida por todos, ayuda a establecer una serie de objetivos a largo plazo que guían las acciones tanto del gobierno, así como las de la sociedad en su totalidad.
Pero -siempre hay uno-, la formulación y el desarrollo de una visión requiere liderazgos capaces de vislumbrar en el presente las potencialidades futuras; exige de líderes capaces de encarnar los valores y las cualidades que imponen ese porvenir soñado. Mientras la nación continúe secuestrada por liderazgos obsoletos, el futuro solo será una fiel copia del ruinoso presente.