En cualquier nación que se precie de medianamente civilizada, los hechos y el discurso tienen que caminar de la mano si a lo que se aspira es a enderezar el rumbo y plantear mejores opciones de futuro. Gracias a la congruencia entre estos dos elementos, surge la credibilidad hacia quienes gobiernan y la confianza entre los gobernados. Cualquier proyecto social carente de estas dos cualidades navega rumbo al desastre.
Peligrosamente, en nuestro país, ni la confianza ni la credibilidad son la moneda de uso común en la relación entre los que usufructúan del poder y los que asisten impávidos al desvergonzado espectáculo que se ha hecho la norma en el escenario político de las recientes décadas, y que se ha acentuado descomunalmente en las últimas gestiones gubernamentales.
No hay esperanzas para una nación en la que quienes aspiran al poder concentran su mejor esfuerzo en construirse una imagen fantasiosa que para nada se corresponde con sus tormentosas y retorcidas trayectorias. Olvidan estos adefesios que el primer imperativo del liderazgo es la veracidad; y que los dos principales bloques de cualquier construcción política son la credibilidad y la confianza. Olvido imperdonable.