La degradación que corroe a la nación quinquenio tras quinquenio, ha adquirido unas dimensiones y velocidad impresionantes. Tan impresionantes como lo son, también, la indiferencia y la permisividad ciudadana, cuya indignación se manifiesta tan fugazmente como la llamarada de un capullo, expresándolo al modo del interior del país.
Todos estos escándalos- que dejan al desnudo la ofensiva impunidad que caracteriza al sistema de justicia- son solo los síntomas de algo muchísimo más profundo: la devastadora infección que, desde hace mucho tiempo, aniquila la fibra ética de la nación.
Dentro de este panorama de decaimiento de la vida nacional resalta la permisividad de una ciudadanía focalizada, día a día, en una salvaje sobrevivencia donde solamente cuenta el beneficio individual y las ventajas obtenidas en contra del resto de los asociados. Resalta, además, la incapacidad general para salir de la zona de confort y manifestar inconformidad o indignación de manera masiva en las calles; incapacidad que constituye el caldo de cultivo perfecto para que se multipliquen los escándalos y las fechorías que atentan contra la convivencia ordenada y pacífica.
Preocupa sobremanera que esta permisividad instaurada en el carácter nacional sea síntoma o de una íntima identificación con la naturaleza corrupta de los transgresores; o de una indiferencia tan irresponsable que es incapaz de prever el daño que la continua violación de las normas causa a la frágil institucionalidad del país.
Resulta urgente un definitivo golpe de timón para cambiar el rumbo. El país no puede seguir hundiéndose en esa vorágine escandalosa que atenta contra la paz social y pone en riesgo el futuro de todos. Necesitamos volver a navegar orientados por una serie básica de normas éticas y cívicas que eleven el nivel de la vida pública y privada, y donde el respeto a la ley sea la estrella que nos saque del oscurantismo infeccioso que tiene en jaque la vida nacional. ¡No más “juega vivo”!