Hablábamos en la pasada entrega de La Historia Habla de la historia de los nombres y los apellidos y de cómo las mujeres han llegado a perder su nombre.
Antes de 1505, en España incluso los hermanos nacidos del mismo padre y de la misma madre podían tener apellidos diferentes, todo dependía del deseo de los padres al bautizarlos o de cómo se les llamara consuetudinariamente, y así eran anotados en sus documentos en la edad adulta. Fue el cardenal Cisneros quien, a partir de ese año instauró nuestro sistema actual para fijar el doble apellido, poniéndose en primer lugar el primero paterno y en segundo lugar el primero materno. Aunque en Portugal y en los países bajo su influencia este sistema se invierte, colocándose antes el apellido de la madre y luego el del padre, norma que también siguieron durante siglos en otras regiones españolas, como Canarias.
Y también existen algunas excepciones actuales, como Argentina, donde no fue hasta el año 2006 cuando, por ley, se homologó el doble apellido ya que allí hasta entonces solo se usaba el paterno. Al igual que pasa aún hoy en día en muchos países, en los que el recién nacido hereda solo la filiación paterna, perdiéndose el nombre de la familia de su madre.
Pero no nos creamos que aún en nuestros tiempos la costumbre de llevar apellidos es universal, en países como Java o el Tíbet no utilizan los apellidos de forma común. Y en Guinea Ecuatorial el territorio africano que estuvo bajo dominio portugués y español durante siglos, se usaban apellidos femeninos que marcaban el linaje femenino del que descendía una mujer. En los últimos años se va imponiendo el sistema de apellido paterno y materno, pero los detractores dicen que al final, ambos apellidos son los de los padres y los abuelos y que nadie puede descender de dos varones.
Hoy en día, en España es posible que los padres decidan, siempre y cuando lo soliciten antes de realizar el registro del recién nacido, intercambiar el orden de los apellidos, para que aparezca el de la madre en primer lugar, y siempre que todos los hijos inscritos en esa unión lleven el mismo orden.
Por su parte, el hijo al alcanzar la mayoría de edad puede también solicitar que se altere el orden de sus apellidos.
En otras culturas de la zona Mesoamericana precolombina, la imposición del nombre era un rito que involucraba adivinación, astrología e influencias divinas. El nombre se fijaba con relación a la filiación paterna o materna del recién nacido sino basándose en oráculos y sobre todo, en la fecha de nacimiento del bebé.
También en la zona andina la ceremonia de imposición del nombre era un acto social y religioso en el que participaba toda la comunidad. La ceremonia se hacía una vez al año, y en ella se nombraba a todos los niños nacidos desde el último ritual, por eso había allí niños de muy diferentes edades, aunque por lo visto en este momento a los recién nacidos solo se les marcaba su ingreso en la sociedad con un nombre femenino o masculino.
En el momento del destete entre los 3 y los 5 años se realizaba una ceremonia llamada rutucha que aún se realiza en algunos lugares de Bolivia. Y que encontramos descrita en palabras del Inca Garcilaso de la Vega: “Los incas usaron gran fiesta al destetar de los hijos primogénitos y no a las hijas ni a los demás varones segundos y terceros, a lo menos no con la solemnidad del primero, porque la dignidad de la primogenitura principalmente del varón, fue muy estimada entre estos Incas y a la imitación de ellos lo fue entre todos sus vasallos.(…) Destetábanlos de dos años arriba y les trasquilaban el primer cabello con que había nacido, que hasta entonces no tocaban en él, y les ponían nombre propio que había de tener, para lo cual se juntaba toda la parentela y elegían uno de ellos para padrino del niño, el cual daba la primera tijerada al ahijado.”
Como vemos la preferencia del primogénito, y más si este nacía varón, ha sido extendida por culturas y épocas a lo largo y ancho del globo, marcando incluso la forma de ser nombrado.
Pero sea como fuera, una vez que está marcado su nombre, un hombre no suele perderlo, a no ser que él, voluntariamente solicite el cambio, pero las mujeres cuentan otro cuento.
Aún hoy en día, incluso entre mujeres que defienden a capa y espada la libertad femenina, es común que al casarse pierdan su apellido materno para usar el apellido del marido. De acuerdo con esta tradición, una mujer hereda el apellido de su padre y al casarse lo cambia, asumiendo el del esposo que a su vez era el del padre del esposo. Y a pesar de que en Panamá según el artículo 76 de la Ley No. 3 de 17 de mayo de 1994, “Es optativo de la mujer casada adoptar o no, el apellido de su esposo al momento de solicitar sus documentos de identidad personal. En caso de adoptarlo, deberá ir precedido de la preposición «de» y a continuación de su apellido”, vemos cómo todavía se mantiene la costumbre de que la mujer sea conocida como ‘la señora de…’ Esta costumbre es una remanencia de aquellas épocas en las que la mujer pasaba, a través del contrato del matrimonio, de ser un objeto que pertenecía a la casa de su padre a ser un objeto perteneciente al linaje de su marido.
Esta costumbre también se mantiene en países como Estados Unidos o Francia. Es más, en los Estados Unidos, la mujer no sólo adopta el apellido sino que incluso suele ser llamada con el nombre de pila del cónyuge: Mrs. John Doe, (Señora John Doe). Y la costumbre no parece desvanecerse, ya que mujeres poderosas la han mantenido y pierden su apellido aceptando incluirse en el linaje de su cónyuge, como Hillary Clinton o Michelle Obama. También podemos recordar el ejemplo de la presidenta del FMI, Christine Lagarde, que mantiene el apellido de su exesposo.
En los países eslavos a pesar de que según la ley los recién casados pueden elegir el apellido que elegirán mantener (de nuevo una reminiscencia del tiempo en el que primaba el estatus de uno de los contrayentes para el mantenimiento del apellido y por ende el del estatus social del matrimonio), la costumbre más aceptada es que se adopta el del hombre, perdiéndose el de ella.
En el año 2015 en Japón, una sociedad sumamente machista y tradicional, el Parlamento ratificó una ley arcaica en la que se obliga a los contrayentes a perder el apellido de uno de los dos, y aunque no se especifica que deba ser obligatoriamente el de la mujer, eso es lo que dicta la tradición y lo que las familias suelen exigir. Según las estadísticas son ellas las que lo cambien en el 96% de las ocasiones.
Quizás aún se piensa en muchos casos, tal y como se afirmaba en Inglaterra a principios del siglo XVII que el deseo de una mujer de conservar sus propios apellidos era una «ambición impropia”.