En medio de la pandemia se han suspendido las vacaciones a todo el personal de salud de Panamá. Provocando una avalancha de críticas, comentarios, acciones más o menos desafortunadas y reacciones. Pero ¿desde cuando tenemos derecho a tener vacaciones? En La Historia Habla rastrearemos la historia del ocio.
Etimológicamente la palabra ‘vacaciones’ proviene del latín vacare, estar libre, ocioso, pero que también forma la palabra ‘vacante’ es decir, que un puesto de trabajo está disponible, libre.
Tarquino, rey de Roma en el siglo sexto antes de Cristo, institucionaliza que a los esclavos se les conceda un día de libertad al año. Periodo que más adelante se aumentaría a cuatro días libres a principios del mes de abril.
Las vacaciones pagadas y obligatorias son un invento muy reciente pero la costumbre de alejarse de las urbes para disfrutar de periodos de asueto no es una novedad. En Roma los pudientes huían de la canícula romana en los meses de verano. Por cierto, canícula señala el periodo entre el 24 de julio y el 24 de agosto, cuando más aprieta el calor en el sur de Europa. Los romanos llamaban así a ese tiempo porque es cuando Sirio, la estrella más brillante de la constelación del Can, aparece junto con el Sol. Sirio también era llamada la «pequeña perra», canicula.
Los emperadores y las familias pudientes solían mandar a construir villas en lugares paradisíacos y apartados de la ciudad de las siete colinas para escapar del calor sofocante, de los malos olores y de las enfermedades transmitidas por los mosquitos que pululaban en ese momento por la zona pantanosa del Lacio.
Esta tradición de salir de la ciudad para pasar el verano en residencias campestres se mantuvo en Europa durante muchos siglos.
Aunque nosotros pensemos que hoy en día vivimos en la era del ocio, lo cierto es que, durante muchos siglos, las fiestas se multiplicaban aunque en estos días lo importante no era el ‘asueto’ sino la devoción. Tal y como el judaísmo impone el sabath, los cristianos marcan el domingo, Dominicus dies, como día de descanso, y a él se le unen las fiestas del santo patrón de cada parroquia, y todas las otras fiestas religiosas marcadas en el calendario litúrgico.
También fueron las élites medievales las que desarrollaron otras costumbres, como la de viajar. Aunque en muchos casos era para seguir rutas religiosas, como las peregrinaciones que aún hoy se dan hacia Lourdes o Fátima, a Tierra Santa o a la misma Roma.
Durante el Renacimiento los peregrinajes religiosos comienzan a declinar, sin embargo las personas empiezan a buscar por otras razones, y se inventan los viajes culturales. Se buscan las ruinas y los restos del esplendor de la edad de oro clásica.
En el siglo XVIII es una práctica generalizada el que las familias acomodadas le paguen un largo viaje a sus hijos para que conozcan mundo antes de cargarse con la responsabilidad adulta. Tal y como aun se hace hoy en día los muchachos y las muchachas (en este caso acompañadas de una chaperona) viajan en la llamada «gran gira». Tenemos algunos libros de viajes maravillosos, como el de Montaigne, el de Stendhal y muchos otros.
Hay muchas costumbres antiguas que aún hoy mantenemos de una u otra forma, una de ella es la de relajarnos en un spa. El turismo termal se desarrolló a partir del siglo XVIII, Bath, la ciudad britanorromana famosa por sus termas, fue el destino de moda durante décadas para la aristocracia inglesa, mientras que en el continente, en las Ardenas belgas, cerca de Lieja, la primera estación termal que se puso de moda fue Spa.
Es también en el siglo XVIII, hace relativamente poco tiempo, cuando se extiende la costumbre de tomar “baños de mar”, (en un principio eran terapéuticos y en Inglaterra, por ejemplo, la gente solía acudir a Brighton), y el montañismo, que era muy recomendado para aquellos aquejados de tuberculosis empieza a fascinar al gran público, que ansía experimentar los paisajes descritos en el libro de Jean-Jacques Rousseau, La nueva Eloísa.
Aunque el libro de Rousseau dista mucho de ser una guía de viajes, también en esto sería presuntuoso pensar que nuestra época inventó todo. En la Edad Media ya circulaban textos manuscritos describiendo los itinerarios de peregrinaje hacia Roma o Compostela o los lugares santos. Uno de los textos más interesantes de este tipo es el libro escrito por Egeria, una mujer hispana del siglo IV, muy religiosa pero también, tal y como se describe ella misma, de ilimitada curiosidad. Ella visitó los lugares santos entre el 381 y el 384 fue a Egipto, Palestina, Siria, Mesopotamia, Asia Menor y Constantinopla, en un viaje que duró desde el año 381 al 384, y cuyas impresiones recogió en el libro Itinerarium ad Loca Sancta.
Unos siglos más tarde, en 1552, Charles Estienne, publica La guía de los caminos de Francia, y ya en el siglo XIX, en 1830, aparecen dos de las guías de viaje más reconocidas la Murray en Gran Bretaña y el Baedeker en Alemania. En Francia en 1919 se edita Le Guide Bleu.
Pero volvamos al siglo XIX, cuando cae el Primer Imperio, en 1815, los aristócratas británicos suelen irse en invierno a la Costa Azul francesa y a Niza para aprovechar los suaves inviernos mediterráneos. Con la recomendación de los médicos, que en ese momento piensan que ‘cambiar de aires’ es suficiente para curar casi cualquier dolencia, las clases pudientes se lanzan, según la temporada, a estaciones de esquí, a balnearios o a la costa.
Eugenia de Montijo la española que fue emperatriz francesa durante el Segundo Imperio hace de Biarritz, en el País Vasco Francés su lugar de recreo favorito.
Y estos desplazamientos masivos marcan la explosión de un medio de transporte que durante esos años ve amanecer su época dorada: el ferrocarril. La extensión de las vías y la mejora en los vagones anima a los que se lo pueden permitir a recorrer largas distancias para poder conocer lugares remotos, y la segunda y tercera clase y sus precios mucho más accesibles permitirán a los burgueses y a la nueva clase media acceder a los viajes que hasta entonces les estaban vetados.
Pero, de esta nueva era hablaremos en la siguiente entrega de La Historia Habla.