Desde antes de que surgiera la pandemia para trastocar toda nuestra vida, ya había una corriente de millones de personas que se negaban a vacunarse y a vacunar a sus hijos. Alegaban para ello que las vacunas provocan todo tipo de enfermedades y que hacen mucho más daño que bien. Con el nuevo virus y la carrera entre laboratorios de distintos países para dar con la vacuna contra esta cepa concreta de coronavirus, este antivacunismo se ha exacerbado.
Veamos hoy en La Historia Habla qué son exactamente las vacunas y cómo ha sido su historia.
Empecemos por la viruela, su nombre proviene del latín variola, que significa pústula pequeña. Es una enfermedad causada por el virus Variola virus. La viruela era muy contagiosa, con una tasa de mortalidad de hasta el 30% azotó durante siglos a la humanidad diezmando poblaciones y llegando a extinguir pueblos enteros. La vacuna logró que se declarase oficialmente erradicada en 1980.
Tal y como ocurre con otras enfermedades víricas, los animales también pueden llegar a padecerlas, aunque en algunos casos, como en este de la viruela, los afecta una cepa del virus diferente a la cepa humana. En concreto a las vacas las afecta la cepa del virus conocida como Variolae vaccinae.
El usar la cepa del virus vacuno para desarrollar anticuerpos frente a la cepa humana del mal no es una práctica moderna, ni siquiera es europea. Hay referencias que atestiguan que en China, en el siglo X utilizaban el virus de la viruela vacuna, que no es mortal para los seres humanos, pero que desarrolla anticuerpos ante el virus humano, así se disminuía en gran medida la gravedad y se reducía el número de muertes.
En a finales del siglo XVII parece que esta inoculación era una práctica común en la corte otomana. Lady Mary Wortley Montagu, (viajera incansable, notable poeta y escritora, las Cartas de la Embajada Turca que escribió entre 1716 y 1718 mientras residió en la corte turca, son una lectura deliciosa), convencida de que el remedio funcionaba, dejó que rasparan la piel de sus hijos y les frotaran en la herida pus de las pústulas víricas de las vacas contagiadas. Pero cuando a su regreso a Inglaterra trató de introducir la práctica en la sociedad victoriana, se le echaron encima los médicos y los religiosos, ya que no había ninguna garantía de que esa práctica foránea y pagana propuesta además ¡por una mujer! fuera más que una engañifa.
Pero a finales del siglo XVIII y también en Inglaterra, el médico Edward Jenner se dio cuenta de que la viruela tenía una incidencia menor en las campesinas que estaban expuestas al pus de las pústulas vacunas cuando ordeñaban. Viendo ahí una relación causa-efecto, Jenner decidió experimentar con el hijo de su jardinero, un niño sano, lo inoculó con el pus de las pústulas de Sarah Nelmes, una vaquera enferma de viruela de vaca y luego lo inoculó con el virus de la viruela humana. James Pipps no enfermó. Jenner había encontrado la vacuna de la viruela. En 1796 escribió «Inquiry into the Variolae vaccinae known as the Cow Pox«, donde llamaba a este método vacuna, pues se extraía de las pústulas provocadas en los bovinos por el virus de la Variolae vaccinae.
Las reacciones en contra de este método no tardaron en llegar, al igual que se dijo contra Lady Wortley Montagu la Iglesia se opuso al tratamiento por considerarlo antinatural y por creer que la enfermedad era un deseo de Dios y la curación o la muerte se darían si Dios así lo decretaba. Llegó a afirmarse desde los púlpitos y en los panfletos de los antivacunas que los que habían sido vacunados desarrollarían «apéndices de vaca«.
Hubo que esperar casi cien años a que un error humano en el laboratorio de Louis Pasteur, pionero de la microbiología, diera un apoyo científico a la intuición de Jenner ofreciera una base teórica descubriendo y describiendo el papel que los microbios y los virus tenían provocando las enfermedades, y cómo se podían atacar o neutralizar.
La historia, al parecer fue así, Pasteur estaba experimentando con pollos para saber cómo se contagiaban de la cólera aviar, Pasteurella multocida. Como se iba de vacaciones le dijo a su ayudante que, antes de irse también de vacaciones los inyectara con unos cultivos de los virus que tenían ex profeso.
Charles Chamberland, en su apuro por largarse también de vacaciones, olvidó inocular la enfermedad en los pollos.
Cuando charles regresó, y viendo a los pollos vivos y cacareando, trató de4 enmendar el error y los inyectó con las cepas que, tras el tiempo que había pasado ya estaban muy debilitadas. Los pollos no murieron, así que, ante la aparente reticencia avícola a cumplir su cometido de estirar la pata , no le quedó más remedio que contárselo todo a Pasteur. Y este, suponemos que tras la correspondiente filípica al despistado de su ayudante, le mandó volver a inocular la enfermedad a los pobres plumíferos, pero esta vez con cepas si debilitar. Los pollos resistieron el envite, una vez más.
Gracias a los pollos y a las vacas se descubrieron los mecanismos de la inoculación de virus y bacterias debilitados para crear los antígenos en el organismo humano.
Aunque se han desarrollado vacunas para decenas de enfermedades, el virus de la influenza se resiste a ser desentrañado completamente. La primera vacuna contra la gripe no se aprobó hasta 1945. Y ya en 1947 era ineficaz por los cambios estacionales; hay dos tipos principales de virus de influenza el A y el B y mutan en múltiples cepas nuevas y diferentes cada año.
Hoy en día, las vacuna anual contra la gripe estacional se diseñan basándose en las tres cepas que se considera que tienen más posibilidades de extenderse en la siguiente temporada de gripe usando los datos que recopilan distintos centros de vigilancia en todo el mundo.
Esta nueva cepa de coronavirus, el SARS-CoV-2 que es su nombre científico, mantiene a científicos de todo el mundo en una carrera contra reloj para lograr desactivarlo y que todos podamos volver a nuestra nueva vieja normalidad.