El poeta griego Hesíodo (s. VIII a. C.), en el poema Los trabajos y los días, nos cuenta, a partir del verso 109, un mito en el cual la humanidad, en el principio de los tiempos, vivió en un estado ideal, en una utopía de inmortalidad y pureza, donde “una dorada estirpe de hombres” fue creada por “los inmortales que habitaban el Olimpo”. Los afortunados que vivieron en este paraíso no conocieron el trabajo, ni los conflictos, ni el hambre ni la fatiga o la enfermedad y la muerte les llegaba, al término de sus extensos días, mientras dormían plácidamente
A partir de ese momento los hombres no han dejado de añorar una tierra mítica, un estado ideal, la concreción en la historia de aquel momento dorado.
Esta mítica Edad de Oro que relató Hesíodo es la base del pensamiento griego, y lo volvemos a encontrar en la Política de Platón. “No había en absoluto constitución, ni posesión de mujeres ni de niños, porque desde el seno de la tierra es de donde todos remontan a la vida, sin guardar ningún recuerdo de sus existencias anteriores. En lugar de esto, poseían en profusión los frutos de los árboles y de toda una vegetación generosa, y los recogían sin necesidad de cultivarlos en una tierra que se los ofrecía por sí misma. Vivían al aire libre, sin cama ni vestidos, ya que las estaciones eran de un clima tan agradable que no les ocasionaban molestias, y sus lechos eran nobles entre la hierba que crecía en abundancia”.
También la Biblia recoge la historia de la Edad de Oro en el mito del Paraíso, Génesis 2,8. El pecado original destruyó esa primitiva armonía y provocó la expulsión del hombre del Jardín del Edén.
Desde entonces, y como decíamos al inicio, los seres humanos no han dejado de creer, buscar e imaginar el lugar adonde debemos regresar para volver a sentirnos en este estado de concordia.
Cuando, a inicios de la Edad Moderna, las sociedades europeas comienzan a tomar contacto con las poblaciones indígenas en América, África y Oceanía, proyectan en ellas los conceptos míticos de aquella Edad de Oro. Así nace otro mito, el del Buen Salvaje.
Pedro Mártir de Anglería en las Décadas de Orbe Novo, en el Libro III de la primera Década, nos habla de un originario de Cuba y lo describe como un ‘filósofo desnudo’, que expone ante Diego de Colón los principios de la filosofía natural. Cristóbal Colón describe haber llegado al Paraíso Terrenal, por ende se da por supuesto que los que viven en él no han caído en el pecado original y se les achaca la bondad y la ingenuidad intrínsecas. A lo que contribuyeron, desde luego, Fray Bartolomé de las Casas y sus seguidores, que describieron a los indígenas americanos viviendo en un perfecto estado de naturaleza, virtuosos, amables, ingenuos y confiados.
Jean Jacques Rousseau escribió en 1755 que: «Algunos se han apresurado a concluir que el hombre es naturalmente cruel y que hay necesidad de organización para dulcificarlo, cuando nada hay tan dulce como él en su estado primitivo”. Es decir, el hombre es bueno y es la sociedad la que lo corrompe.
A lo largo de la historia se encuentran libros que apoyan o contradicen esa tesis, desde El libro de la selva de Rudyard Kipling hasta Tarzán de Edgar Rice Burroughs. Desde Un mundo feliz de Aldous Huxley, hasta Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, ripostado unos años más tarde por Del buen salvaje al buen revolucionario de Carlos Rangel.
A pesar de que los descubrimientos arqueológicos y las crónicas históricas nos dan cumplida cuenta de que ninguna sociedad es ni más ni menos pacífica o conflictiva que otras y que los seres humanos per se tampoco son siempre desinteresados, ni pacíficos, ni tranquilos, el mito del noble salvaje aún forma parte del imaginario colectivo y aún hoy se publican novelas de distopía histórica como Civilizaciones, del escritor francés Laurent Binet, en la cual los incas invaden Europa y la convierten en un remanso de tolerancia religiosa y justicia social. El autor no tiene empacho en afirmar que “con los incas, tendríamos seguridad social (en Europa) desde hace siglos”. ¿Esto hubiera sido así? Demos un repaso por algunos descubrimientos arqueológicos recientes.
El sacrificio humano era parte intrínseca de la cosmovisión en el área mesoamericana, desde los mayas hasta los mexicas; la creencia de que la sangre alimentaba a sus dioses daba como resultado cientos de miles de corazones que aún latían arrancados de los pechos abiertos y cráneos colocados en tzompantlis. En una ceremonia en la que los ejecutantes decapitaban a cientos de cuerpos, limpiaban las calaveras, abrían grandes agujeros a ambos lados del cráneo y los encajaban en un poste horizontal de madera como si fueran las cuentas de un ábaco. En el tzompantli de Tenochtitlan, frente al Templo Mayor, donde se adoraba a Huitzilopochtli y a Tlaloc, se han encontrado cerca de mil cráneos, y la excavación aún no pasa de los primeros niveles. Se han hallado cráneos de hombres adultos, pero también de mujeres y de niños, quizás provenientes de los mercados de esclavos y destinados expresamente a ser sacrificados.
¿Y en el sur? Pues allí podemos dar dos ejemplos. Empecemos por Tawantinsuyu, el imperio inca fue el mayor imperio en la América precolombina entre los siglos xv y xvi, una confederación de naciones diferentes unidas a base de luchas intestinas y conquistas sangrientas. En los capacochas, los sacrificios humanos en el imperio inca, se ofrenda a niños y niñas, que se consideraban puros, y eran elegidos por su belleza y por su linaje. Eran preparados con mucho cuidado para que no sintieran miedo, los narcotizaban con chicha y hojas de coca durante meses, lo que, además, los volvía más dóciles, ahorrándoles sin duda trabajo a los matarifes. Además de una ofrenda a sus dioses, este ritual, al igual que los sacrificios aztecas, eran una forma de control social, significaba el sometimiento de los pueblos conquistados a las costumbres religiosas de los conquistadores.
También en el Perú preincaico, cerca de Chan Chan, la capital de la cultura Chimú, se ha descubierto recientemente el mayor sacrificio masivo conocido de niños en el Nuevo Mundo. En el siglo XV más de 140 niños de entre 6 a 15 años fueron sacrificados junto con doscientos tekes y maltones (ejemplares jóvenes de llamas y vicuñas). Todos tienen cortes que atraviesan sus esternones y las costillas desplazadas, lo que indica que se les abrió el pecho para sacarles el corazón. Los arqueólogos no habían encontrado nada parecido a esto desde el hallazgo de la llamada Ofrenda 48 en el Templo Mayor de Tenochtitlán que constaba de restos de por lo menos 42 infantes entre los dos y los siete años.
En Panamá los primeros cronistas nos hablan de la esclavitud entre los indígenas panameños, de cómo los que capturaban a los enemigos los herraban en la cara como esclavos y les sacaban los dientes delanteros para que todos supieran lo que eran. Acerca de las rivalidades y las enemistades entre caciques las referencias son demasiado largas para este artículo, baste señalar que Acla significa huesos de hombres, y esta, que fue una de las primeras poblaciones fundadas por los españoles, se denominó así por estar sobre el campo de batalla de una guerra fratricida.
Sitio Conte y El Caño son dos sociedades que prosperaron en la región de Río Grande, provincia de Coclé, entre los años 700 y 1,000 d. C. En las excavaciones realizadas en distintos periodos en los cementerios de ambas se ha demostrado que los rituales funerarios incluían violencia ritual: sacrificios humanos y/o suicidios.
Aunque nos duela reconocerlo, el Paraíso Terrenal y la Edad de Oro donde habitaban los Buenos Salvajes, tampoco estaba en América.