La historia de Hitler entre 1938 y 1939 ofrece un paralelismo con la estrategia política de Trump en la actualidad.
En su afán expansionista, Hitler firmó con Stalin el Pacto de No Agresión, en 1939, que incluía un protocolo secreto para repartirse Polonia, algo que, efectivamente, ocurrió poco después. Pero antes de llegar a ese punto, las democracias europeas contribuyeron indirectamente a su agresividad. Inglaterra y Francia, con su política de apaciguamiento, evitaron confrontarlo cuando anexó Austria y los Sudetes, creyendo, ingenuamente, que así se podría contener su expansión. Esta inacción no solo le dio a Hitler más confianza para seguir adelante, sino que, en la práctica, convirtió a ambas potencias en cómplices indirectos de su avance.
La llamada alianza entre Hitler y Stalin solo pospuso temporalmente un enfrentamiento inevitable.
Para Hitler, estos acuerdos de fuerza eran maniobras destinadas a restaurar el prestigio perdido de Alemania tras la Primera Guerra Mundial. No obstante, al igual que Trump en su visión política, Hitler era un hombre inmoral convencido de que sus acciones estaban encaminadas a engrandecer a su nación.
Desde el principio, ni Hitler ni Stalin tenían intenciones reales de respetar el pacto. Ambos sabían que las profundas diferencias ideológicas entre el nazismo y el comunismo harían inevitable un conflicto futuro, del mismo modo que la democracia capitalista de Estados Unidos es incompatible con la autocracia de Putin, sin importar la aparente cercanía entre Trump y el líder ruso.
La llamada alianza entre Hitler y Stalin solo pospuso temporalmente un enfrentamiento inevitable. En 1941, Hitler rompió el acuerdo e invadió la Unión Soviética, desatando una guerra brutal en el frente oriental que terminaría debilitando severamente al Tercer Reich.