En los últimos cincuenta años, el mundo ha sido testigo de una paradoja inquietante: mientras la democracia parecía expandirse como un ideal universal tras la Guerra Fría, su calidad y estabilidad han mostrado signos de deterioro en diversas regiones. Lo que alguna vez se consideró un sistema político robusto y resiliente ha enfrentado desafíos crecientes, desde el auge del autoritarismo hasta la erosión de las instituciones democráticas.
Los años dorados y el comienzo del declive
A mediados del siglo XX, la democracia parecía estar en ascenso. Tras la Segunda Guerra Mundial, la derrota de regímenes totalitarios y la descolonización trajeron consigo la promesa de gobiernos representativos. Según el informe Freedom in the World de Freedom House, en 1974 había 41 países clasificados como «libres», un número que creció hasta 89 en 2005. La caída del Muro de Berlín en 1989 y el colapso de la Unión Soviética marcaron lo que Francis Fukuyama llamó «el fin de la historia», sugiriendo que la democracia liberal se consolidaría como el modelo dominante.
Sin embargo, esta narrativa optimista comenzó a desmoronarse en las últimas dos décadas. El informe Democracy Index de The Economist Intelligence Unit señala que, desde 2006, la calidad democrática global ha experimentado un retroceso constante. En su edición de 2022, el índice registró que solo el 8% de la población mundial vivía en democracias plenas, mientras que el 37% estaba bajo regímenes autoritarios. ¿Qué salió mal?
Factores globales del declive democrático
Uno de los factores clave ha sido el resurgimiento de líderes populistas y autoritarios que explotan las debilidades de las democracias. En su libro How Democracies Die (2018), Steven Levitsky y Daniel Ziblatt argumentan que las democracias no suelen colapsar por golpes militares, como en el pasado, sino por la erosión gradual de normas democráticas desde dentro. Líderes como Viktor Orbán en Hungría, Recep Tayyip Erdoğan en Turquía y Jair Bolsonaro en Brasil han debilitado la independencia judicial, restringido la libertad de prensa y manipulado elecciones, todo mientras mantenían una fachada democrática.
Otro factor es la desigualdad económica. El economista Thomas Piketty, en Capital in the 21st Century (2013), demuestra cómo la concentración de la riqueza ha socavado la confianza en las instituciones democráticas. Cuando las élites económicas ejercen una influencia desproporcionada sobre las políticas públicas, los ciudadanos comunes se sienten alienados, abriendo la puerta a movimientos populistas que prometen soluciones rápidas, pero a menudo erosionan aún más la democracia.
La tecnología también ha jugado un papel ambivalente. Si bien las redes sociales han democratizado la información, también han facilitado la difusión de desinformación y polarización. El informe Global State of Democracy 2021 del IDEA destaca cómo las campañas de desinformación, a menudo respaldadas por actores estatales como Rusia o China, han socavado la confianza en los procesos electorales en países como Polonia, México y Filipinas.
Casos emblemáticos: de Europa del Este a América Latina
En Europa del Este, el retroceso democrático ha sido particularmente pronunciado. Tras la caída del comunismo, países como Polonia y Hungría fueron vistos como modelos de transición democrática. Sin embargo, en la última década, el partido Ley y Justicia (PiS) en Polonia y Fidesz en Hungría han consolidado el poder mediante reformas que limitan la independencia de los tribunales y los medios. Según Freedom House, Hungría dejó de ser considerada una democracia plena en 2018, clasificándose como un «régimen híbrido».
En América Latina, la región ha experimentado ciclos de avance y retroceso. Durante los años 80 y 90, países como Chile y Argentina emergieron de dictaduras militares hacia la democracia. Sin embargo, el informe Latinobarómetro 2023 revela que el apoyo a la democracia en la región cayó del 63% en 1996 al 48% en 2022, reflejando descontento con la corrupción y la incapacidad de los gobiernos para abordar la pobreza. Venezuela, bajo Hugo Chávez y Nicolás Maduro, es un caso extremo: lo que comenzó como una democracia populista se transformó en una autocracia, con elecciones fraudulentas y represión brutal.
La crisis de las democracias establecidas
Incluso en democracias consolidadas de Occidente, los signos de deterioro son evidentes. En Europa Occidental, el auge de partidos de extrema derecha, como Alternativa para Alemania (AfD) y Agrupación Nacional en Francia, refleja una insatisfacción con la globalización y la inmigración. Larry Diamond, en Ill Winds (2019), describe esto como una «recesión democrática», donde las instituciones siguen existiendo, pero su legitimidad se debilita.
El Reino Unido, cuna de la democracia parlamentaria, no ha estado exento. El Brexit, aprobado en 2016, expuso profundas divisiones sociales y una desconfianza hacia las élites políticas. Aunque el sistema británico sigue siendo funcional, el proceso reveló cómo la polarización puede paralizar la toma de decisiones democráticas.
El declive en Estados Unidos: el espejo de una tendencia global
Ningún caso ilustra mejor el declive democrático que Estados Unidos, una nación que durante mucho tiempo se presentó como el faro de la libertad y la gobernanza representativa. Sin embargo, en las últimas décadas, su democracia ha mostrado grietas alarmantes.
El punto de inflexión más visible ocurrió el 6 de enero de 2021, cuando una turba irrumpió en el Capitolio para impedir la certificación de las elecciones presidenciales de 2020. Este evento, sin precedentes en la historia moderna estadounidense, fue el clímax de años de polarización y desconfianza en las instituciones. Según el Democracy Index de 2021, Estados Unidos fue degradado de «democracia plena» a «democracia defectuosa», una clasificación que refleja no solo el asalto al Capitolio, sino también tendencias más profundas.
La polarización política ha sido un motor clave. En Why We’re Polarized (2020), Ezra Klein argumenta que la división entre republicanos y demócratas se ha intensificado por identidades partidistas que trascienden las diferencias políticas y se arraigan en cuestiones culturales y raciales. Esta brecha ha debilitado el consenso básico necesario para que una democracia funcione.
Otro factor es la desinformación. El informe The Disinformation Age (2020), editado por W. Lance Bennett y Steven Livingston, detalla cómo las teorías conspirativas, como QAnon, han ganado terreno, alimentadas por plataformas como Facebook y Twitter (ahora X). La negativa de millones de estadounidenses a aceptar los resultados de las elecciones de 2020, basada en afirmaciones infundadas de fraude, ilustra cómo la verdad misma se ha convertido en un campo de batalla.
Además, las instituciones democráticas han sido socavadas desde dentro. La manipulación de distritos electorales las leyes de supresión del voto y la influencia del dinero en la política —evidenciada por la decisión de la Corte Suprema en Citizens United (2010)— han distorsionado la representación equitativa. Freedom House señaló en 2023 que la libertad política en Estados Unidos ha disminuido durante 17 años consecutivos, una tendencia sin paralelo entre las democracias occidentales.
Un futuro incierto
El declive de las democracias en los últimos cincuenta años no es un fenómeno aislado, sino una tendencia global que refleja desafíos estructurales: desigualdad, polarización, desinformación y el auge del autoritarismo. Estados Unidos, lejos de ser una excepción, se ha convertido en un espejo de estas fuerzas. Aunque su sistema democrático sigue en pie, la fragilidad expuesta por eventos recientes plantea preguntas inquietantes sobre su fortaleza.
Como advierte Larry Diamond, «la democracia no muere de repente; se desvanece lentamente si no se defiende». Para revertir esta tendencia, tanto a nivel global como en Estados Unidos, será necesario un esfuerzo concertado para restaurar la confianza, fortalecer las instituciones y abordar las raíces del descontento. De lo contrario, el siglo XXI podría ser recordado no como la era del triunfo democrático, sino como la de su silencioso ocaso.
