«Se predica con el ejemplo; e, igualmente, debería gobernarse también con el ejemplo» es una máxima que resalta la importancia de la integridad y el liderazgo moral en los puestos de gobierno. Quienes ocupan altos cargos en la nación no solo dirigen el curso de su política y economía, sino también influyen en el tejido moral de la sociedad. Están obligados a mantener una conducta ejemplar, regida por principios éticos inquebrantables. Al actuar con rectitud, los líderes pueden inspirar a la sociedad a seguir valores morales elevados, creando un ambiente donde prevalezca la justicia, la honestidad y el respeto mutuo.
Sin embargo, cuando los antivalores dominan el comportamiento de quienes gobiernan, los efectos son perniciosos. La corrupción, el abuso de poder y la falta de responsabilidad socavan las instituciones, erosionan la confianza pública y obstaculizan el desarrollo sostenible. Los malos ejemplos desde la cúspide del poder desalientan el compromiso ciudadano y perpetúan ciclos de inequidad, de descontento general y, sobre todo, de descomposición moral.
Por ende, la gobernanza basada en el ejemplo no es solo un ideal, sino una necesidad práctica para fortalecer el tejido social y político del país. Al liderar con integridad, los gobernantes no solo cumplen con su deber ético, sino que también fomentan una cultura de transparencia y responsabilidad que es fundamental para el progreso y la estabilidad de la nación. En un mundo plagado de desafíos complejos, el liderazgo moral es la piedra angular para construir sociedades más justas y motivadas para las grandes tareas.