La fragmentación electoral, un fenómeno cada vez más prevalente en las democracias contemporáneas, plantea serios desafíos a la estabilidad y eficacia de los sistemas políticos. Esta situación se manifiesta principalmente a través de la fragmentación del voto, es decir, la dispersión de los sufragios entre una exagerada cantidad de aspirantes a llevar las riendas del país, lo que deriva en alcanzar el solio presidencial con un ínfimo porcentaje de votos. La consecuencia más notoria y preocupante de esta realidad es la poca representatividad de quienes acceden al poder bajo estas condiciones, un problema que socava la esencia misma de la democracia y que en la nuestra ha sido la nota característica con demasiada frecuencia.
La fragmentación del voto refleja un descontento de la ciudadanía con las opciones políticas tradicionales, o en el peor de los casos, es la estrategia de grupos políticos que apuestan al “divide y vencerás”. Y aunque la variedad de opciones pueda parecer un reflejo de una democracia vibrante y plural, en realidad responde a cálculos políticos que conducen a gobiernos elegidos por una minoría de los electores y al consiguiente naufragio democrático.
La poca representatividad de quienes acceden al poder es una consecuencia directa de esta estrategia divisoria gracias a la cual el partido victorioso puede asumir el poder con un porcentaje relativamente pequeño del voto total. Esto significa que una gran proporción de la población se siente no representada por el gobierno de turno, lo cual erosiona la legitimidad del sistema democrático y fomenta el descontento y la apatía política. Si a todo lo anterior añadimos la ausencia de reales y efectivos planes para gobernar, las cartas están echadas para seguir alimentando el desastre nacional.