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No es el exceso de leyes lo que garantiza la saludable convivencia: se requiere que las que existan sean aplicadas de forma inmediata e imparcial; de ello depende la supervivencia de cualquier nación. Porque cuando el conjunto de normas es, únicamente, tinta sobre el papel, la institucionalidad democrática se desploma bajo el peso de la impunidad.

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En nuestro país, la hemorragia de normas es la regla, mientras que la aplicación de las mismas resulta ser la excepción. Y, cuando las leyes existentes se convierten en obstáculos para los ambiciones del círculo de poder y sus allegados, lo usual es que sean reconfiguradas a la medida de inconfesables intereses. El poder político y el económico son los tornos sobre los que se moldea el sistema legal del país. En un escenario semejante el fracaso del sistema de justicia es inevitable, así como su falta de credibilidad. Por ello no es de extrañar la reacción ciudadana ante el anuncio de los personeros del Palacio Legislativo de dar inicio a la discusión, en primer debate del proyecto de ley 625 sobre extinción de dominio. Las sospechas y dudas marcan el destino y la forma final de dicha norma: terminará pisando unos pocos callos sin tocar al resto.

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