Progresivamente las ideas son reemplazadas por simples palabreríos; los planes de gobierno, por el discurso vano e insustancial que pretende “construir” supuestos liderazgos a golpe de simpatías, de la manipulación de sentimientos y valiéndose de las mismas técnicas de mercadeo con las que se vende un par de zapatos. Se echa en falta el debate de ideas, de propuestas, de visiones de futuros posibles o de planes que reconfiguren el presente y potencien el bienestar colectivo.
La erosión del liderazgo no puede ser más evidente. El público desconfía de candidatos, diputados, gobernantes y presidentes. Tampoco les va mejor a los “líderes” sindicales, religiosos o empresariales. Todo lo que antes caracterizaba al liderazgo efectivo – la ética, los valores democráticos, los planes de gobierno, las metas, el respeto a la legalidad, las promesas, la confianza- quedaron en el olvido: la incredulidad del ciudadano es absoluta y el descalabro parece no detenerse.
La decepción ciudadana y el progresivo- y peligroso- desencanto con la democracia, únicamente subrayan lo que ha pasado a ser una certeza: que quienes conducen y quienes pretenden conducir la nave de gobierno, no están a la altura de los tiempos ni son capaces de generar las soluciones que el país requiere para evolucionar e integrarse a un mundo cada vez más cambiante.