Ciento cuarenta y cuatro piedras en el camino
Cuando simplificamos la alusión a la democracia, nos viene a la mente los dos tipos instaurados poderosamente en el imaginario colectivo: la directa y la representativa. La primera alude al modelo de la “polis” griega, en la cual los ciudadanos se reunían en la plaza o ágora a deliberar y decidir sobre los asuntos que concernían a todos. La segunda, la representativa, se materializa cuando las sociedades de occidente se hacen cada vez más complejas y surge, por consecuencia, el concepto de representación: ante la dificultad de consultar a cada ciudadano, éste elige mediante el sufragio a un representante que ha de velar por sus intereses.
A pesar de las diferencias, que pudieran parecer abismales, ambas se vertebran en torno a una característica común: la participación. El ciudadano aspira a intervenir en los procesos políticos, en las decisiones que se deriven de ellos; espera que sus demandas sean parte de esos procesos y que influyan sobre las decisiones y las acciones del gobierno. Y no sólo eso. También espera ejercer vigilancia y control sobre el actuar general de quienes le representan y gobiernan.
Cualquier decisión o actuación que cercene esa participación, es un vulgar atentado en contra de la democracia. Y mal puede autoproclamarse como democrático, un partido que ponga límites a la participación de sus agremiados, cuyas aspiraciones son de tanto valor y merecen el mismo respeto que la de cualquiera de sus figuras “dirigentes”. Con todo el poderío estatal a su disposición, si no respetan los procesos electorales internos de su agrupación política, ¿de qué otros exabruptos serán capaces con tal de mantenerse en el poder?