La meritocracia apagada.
Que el mérito representa la suma de la inteligencia y el esfuerzo, es una verdad que resulta contundente a lo largo de la historia, sobre todo en la de las grandes civilizaciones que han modelado la aventura humana.
Cuando se trata de la gestión pública, la meritocracia constituye uno de sus requisitos fundamentales. Ya en tiempos muy lejanos, Confucio era partidario de un estricto sistema de selección y formación de quienes ingresaban al manejo de los asuntos del Estado. Platón, por su parte, para las mismas funciones consideraba obligatoria la posesión de ciertas capacidades y aptitudes, desarrolladas luego por una educación superior. Hasta hace muy poco, entonces, la historia- desde épocas inmemoriales- había establecido que, por encima de cualquier otro criterio, el mérito era la regla más efectiva al momento de decidir quiénes ocupaban los cargos públicos.
Lamentablemente, ni los ecos de Confucio ni los de Platón lograron llegar hasta nuestra época: menos aún a estas tierras donde lo que pesa a la hora de repartir los puestos burocráticos es el nepotismo, el amiguismo, la complicidad y el clientelismo. Esta degeneración en los procesos de selección explica, por tanto, que un funcionario, director o ministro- sin importar la incompetencia demostrada – permanezca impune, cobrando y sin resolver los problemas que impone el cargo.
Pero, las consecuencias de esta perversa política no se reducen a la incompetencia del funcionario nombrado sin méritos, ni a la de un Estado que no brinda respuestas al ciudadano. Se extiende más allá, porque el mal ejemplo se establece como la norma a seguir y echa por tierra cualquier esfuerzo que intente educar a las jóvenes generaciones bajo el paradigma que el talento y el trabajo son los medios más efectivos para la superación personal y profesional.