En los hechos, la democracia en Panamá solamente es una fachada tras la que se oculta una banda de oportunistas que, lo mismo que una “corte real”, dilapida los recursos del país de manera ostentosa. Para muestra está ese pequeño y parasitario reino llamado Asamblea Nacional, que funciona totalmente desconectado y sin interés alguno en el bienestar de sus “súbditos”. Entre botellas de whisky de 400 dólares, y una sarta de privilegios financiados por las arcas nacionales, su voracidad no hace sino aumentar alentada por la resignación y la indiferencia ciudadana.
A principio de año, el presupuesto de la Asamblea de marras era de 143.9 millones de dólares. Sin embargo, a base de traslado de partidas y otros subterfugios, para el mes de octubre el mismo había aumentado un 56 por ciento hasta alcanzar los 224.9 millones, de los cuales 202.1 millones están destinados a gastos de planillas, compras de bienes, viajes, comidas y los siempre jugosos contratos de servicios.
Para el próximo año, que estará ya teñido de los afanes electorales, la Asamblea inicia con un presupuesto de 150 millones. De esa sustanciosa fortuna, 138.3 millones irá a gastos de funcionamiento, renglón que contará con la mayor parte de la tajada presupuestaria: 108 millones asignados a servicios personales, salarios del personal permanente y a “otras planillas”, sea lo que sea que signifique esa denominación.
Mientras la mayor parte de la nación permanece agobiada por las secuelas financieras, laborales y sicológicas de la pandemia del covid-19, un minúsculo grupo, carente de escrúpulos y de los talentos mínimos que exige la función de gobernar, se empeña en disipar las pocas riquezas que aún puedan quedar en el fondo de las exprimidas arcas nacionales.
El silencio y la resignación ciudadana vigente hasta el presente para lo único que ha servido es para alentar la voracidad insaciable de esa banda de oportunistas.