La buena política – si alguna vez la hubo – naufragó irremediablemente cuando la forma se impuso sobre el fondo; cuando el mercadeo político decidió que la imagen tiene mayor relevancia que el contenido. Este último, el márketing político, según dicta la teoría tradicional, tiene como finalidad comunicar al electorado con sus candidatos, con su partido o con su gobierno de turno, buscando concretar una relación de confianza y educar al electorado sobre los planes y las mejores opciones para superar los problemas existentes y perfeccionar la realidad circundante.
Los aires de la próxima campaña electoral ya comienzan a sentirse en el ambiente local. Y, por los vientos que soplan, no habrá diferencia alguna con las campañas y el mercadeo electoral anteriores: la misma promoción articulada en torno a la apariencia de los aspirantes, quienes con efusivas muestras de cariño no escatimarán ni besos ni abrazos para dejar constancia de sus profundas preocupaciones por el destino y la suerte de niños, ancianos y de todo aquel incauto dispuesto a creer en el nuevo cuento.
El mundo fue sacudido desde sus bases durante los tres últimos años. Y la fuerza transformadora de la pandemia alcanzó tan descomunales niveles que ha reconfigurado todo el paisaje del mundo actual. Sus efectos continúan manifestándose en el imparable impulso que inyectó a los procesos de cambios globales.
Corresponde a cada uno de los ciudadanos de esta nación decidir si continúa prestando oídos al mercadeo vacío y cosmético que promueve la imagen de personajes insustanciales cuyo único aporte es la degradación política, social y moral que carcome al país. Hora es de elevar los requisitos y expectativas, y desechar a todo aspirante que no cuente con planes y sólidas propuestas para construir el futuro que la nación se merece.