La piedra de molino.


El sociólogo alemán Max Weber fue contundente al definir al líder como el responsable de guiar a otras personas por el camino correcto para alcanzar objetivos concretos o metas compartidas. La descripción sigue vigente hoy día, al igual que el anhelo de las masas de contar con alguien capaz de vislumbrar mejores destinos y, sobre todo, con la capacidad y los talentos para hacerlos realidad. Para cumplir con su cometido, por tanto, el liderazgo efectivo se estructura sobre una diversidad de cualidades, pero tres de ellas destacan sobre el resto: credibilidad, honestidad y coherencia con los valores profesados. En ausencia de cualquiera de estas, el líder en cuestión deja de ser una “certeza” y pasa a ser un “supuesto”.

Y esa es la gran plaga de estos tiempos: la multiplicidad de supuestos “líderes” que, examinados detenidamente, no superan la etiqueta de caciques o gamonales enfrascados en la consecución de beneficios particulares a costa del interés de las mayorías.

El cada vez mayor desencanto hacia la democracia y el vacío que deja la casta de líderes desprestigiados representan, cada vez con mayor fuerza, potenciales peligros que amenazan a la nación. Con una reciente historia donde los presidentes son alojados en palacio con menos de un tercio de los votantes, las condiciones están abonadas para el surgimiento inesperado de una figura “mesiánica” cuyos cantos de sirena gane ese tercio requerido y trastoque definitivamente lo que aún se mantiene en pie de la malograda democracia que ha sobrevivido hasta el presente.

Urge un nuevo liderazgo para revertir el proceso degenerativo. Pero uno capaz de unir al país en un proyecto común; lo suficientemente inspirador como para bosquejar un destino en el que coincidan todas las voluntades nacionales. Insistir en la política mediocre y excluyente de hoy es una piedra de molino amarrada al cuello de las presentes y futuras generaciones.

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