Victimarios digitales

La aparición y la propagación del nuevo coronavirus provocó el brusco aceleramiento del proceso de digitalización que ya se daba alrededor del mundo.

El teletrabajo, las clases online, la telesalud, el comercio electrónico y el contacto social a través de los dispositivos digitales adquirieron relevancia a medida que se extendía la covid-19. Los usos y las maneras de llevar a cabo la vida cotidiana se transformaron repentinamente empujando a todos hacia la opción digital para superar las limitaciones de los encierros decretados para combatir al virus.

Los principales augurios, luego de superada la crisis sanitaria, apuntan hacia una nueva normalidad sustentada alrededor del mundo digital: el trabajo, la educación, el comercio- entre otras actividades- seguirán desarrollando un gran porcentaje de sus actividades a través de esta nueva variante.

Pero, en medio de esta realidad, afloran las carencias y los problemas que comprometen seriamente la capacidad del país para competir en la economía de un escenario post pandémico: acceso a la infraestructura digital y calidad de la conectividad.

Hasta hace un par de años, en nuestro país el 63.6 por ciento de los hogares urbanos contaban con acceso a internet; mientras el 27.3 por ciento de los hogares rurales disponían de facilidades para conectarse. Aumentar estas cifras se traduce en mayores posibilidades de desarrollo en la nueva normalidad que se augura.

La calidad de esa conexión ya es harina de otro costal. Porque resulta muy frecuente que la velocidad que se contrata a los proveedores difiere sustancialmente de la velocidad que en realidad recibe quien paga por el servicio. Las caídas constantes de la señal y la demora injustificada para solucionar los problemas del usuario, por si fuera poco, se suman a las quejas ciudadanas. Y dentro de este panorama indignante destaca la indolencia de la institución que debería velar por los intereses del consumidor.

Los principales proveedores del servicio de conexión a internet imponen su voluntad y pisotean los intereses de un público que, harto de la desidia de estas empresas, espera la intervención de una institución que, hasta el momento, parece haber sido establecida para velar por los victimarios, no por las víctimas.

 

 

 

 

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